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...y lo que El Pibe se Olvidó

El país del silencio empieza en TU ciudad

por Pipo Fisherman                                                                                                                                                                               15-05-25

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Una ciudad donde el poder habla solo, el reclamo se susurra y la resignación se institucionaliza. Nada se pregunta, nada se exige, y en ese vacío, se consolidan los peores hábitos de gobierno.

Días atrás, una marcha en reclamo de justicia cruzó por segunda vez buena parte de la ciudad. Cientos de personas caminando en silencio. Ni cantos, ni carteles agresivos, ni discursos altisonantes. Solo un silencio denso, de esos que pesan más que cualquier grito, interrumpidos de a ratos por aplausos de impotencia. Ese mismo silencio —doloroso, legítimo— es también el que se percibe, aunque de otro modo, en los pasillos del poder local: un silencio cómplice, pulcro, funcional a quienes manejan el municipio como si fuera propio. Y hay un tercer silencio, aún más corrosivo: el del conformismo social, que prefiere no ver ni oír, mientras el deterioro cotidiano se vuelve paisaje. Esta columna, tal vez con su columnista más triste que indignado, más frustrado que furioso, propone recorrer ejemplos concretos de esa anestesia generalizada, donde el escándalo convive con la rutina y donde las irregularidades dejaron de incomodar. Todo, mientras el poder local parece más concentrado en asegurar su futuro político que en gobernar, esperando, sin disimulo, que la maquinaria de alianzas, cargos y prebendas se active una vez más, para ver qué lugar le toca en el próximo reparto.











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La salud no es prioridad, pero sí excelente material para excusas

Dicen que pagan las mejores guardias médicas de la región, pero los profesionales renuncian uno tras otro, y cubrir una guardia se vuelve cada vez más difícil. ¿Qué no cierra en esa cuenta? La atención en la Guardia del Hospital Municipal roza lo insólito desde que se redefinieron los criterios de urgencia: hoy, prácticamente nada es una emergencia. El caso trágico que conmovió a toda la ciudad tampoco fue suficiente para forzar una renuncia o, al menos, un gesto de autocrítica. El director dio explicaciones vacías y el secretario de Salud eligió el camino más cómodo: callar. Mientras tanto, los salarios del personal siguen por el piso, la atención en casos complejos brilla por su ausencia y en el área de Salud Mental —una de las más olvidadas— instalaron un baño químico como única mejora de infraestructura. En resumen: el sistema se cae a pedazos y las autoridades miran para otro lado, esperando que la costumbre tape la vergüenza.

















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El municipio filma más de lo que construye

La épica oficial se construye con un dron, una música inspiradora y una cuadra de cloacas. Pero mientras se celebra cada metro de caño como si fuera el Canal de Panamá, se entregan viviendas sin servicios básicos. Familias que apenas llegan a fin de mes deben pagar de su bolsillo la conexión al agua potable, cuando no excavar pozos ciegos en los patios. Del otro lado de la ciudad, donde las casas son más grandes y las veredas más prolijas, los arreglos de calles llegan en tiempo récord. En los barrios populares, los pozos son eternos, las calles de tierra destrozadas, y muchas de asfalto parecen bombardeadas. El criterio parece claro: se invierte donde rinde estéticamente. A eso se suma el Polideportivo Municipal, una obra monumental e inútil, que sigue consumiendo fondos sin generar nada más que sombra. Y lo más llamativo no es el gasto, sino el silencio con que se acepta.











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Milagros municipales: vivir con medio sueldo y agradecer

Con una canasta básica que supera el 1.200.000 y salarios municipales que apenas llegan a la mitad, uno pensó que habría un escándalo, o al menos un reclamo. Pero no: reina el silencio. Los empleados hacen malabares para sobrevivir, y las autoridades, lejos de sonrojarse, parecen convencidas de estar haciendo un buen trabajo. Peor aún, los sindicatos —que deberían ser la voz de los que no llegan— actúan como sucursales del poder: ocupados en conseguir ascensos, negociar beneficios personales y blindar a sus delegados. El acuerdo es simple: mientras no se moleste la paz del despacho, cada quien mantiene su pequeño privilegio. Y así, entre sueldos de miseria, paritarias decorativas y representaciones vacías, las carencias más básicas se instalan en la vida del empleado desde el día diez de cada mes. Lo sorprendente no es la precariedad, sino la capacidad de algunos para justificarla como un logro.









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Transparencia opaca, pero bien anunciada

Pocas palabras se repiten tanto en los comunicados oficiales como “transparencia”. Pero más que una política, parece un eslogan. El acceso a la información pública es una carrera de obstáculos, las licitaciones tienen más zonas grises que la realidad misma, y los números —cuando aparecen— no siempre cierran. La información llega dosificada, filtrada, maquillada, como si el gobierno creyera que mostrar poco es lo mismo que gobernar bien. Y cuando se pide más claridad, la respuesta suele ser el silencio, o peor: la acusación de “politización”. Mientras tanto, las decisiones relevantes se toman a puertas cerradas, los recursos se asignan según conveniencias que nunca se explican, y el ciudadano queda reducido a espectador de una gestión que se muestra mucho, pero se deja ver poco. En esta ciudad, lo único verdaderamente transparente es la intención de que nadie pregunte demasiado.















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¿Gestión? No. Reparto.

Mientras se recorta donde duele, hay lugares donde el presupuesto parece no conocer límites. Pagos millonarios a cooperativas de trabajo que ni siquiera trabajan, y que encima están suspendidas, pero siguen cobrando. Nadie denuncia, nadie investiga. Compras habituales —como garrafas— con sobreprecios imposibles de justificar. Estadísticas de castraciones y vacunaciones estiradas al absurdo para seguir gastando millones, aunque los animales sigan en la calle. Emprendimientos construidos con dinero público —como el Matadero de I.Rico— entregados a privados por montos irrisorios. Sueldos obscenos de funcionarios, que donan cada tanto ínfimas sumas a entidades adonde concurren, obvio, a sacarse la foto de rigor, decenas de “capataces” designados solo para inflar sueldos de militantes con cargo. Todo armado con un nivel de impunidad que ni siquiera se molestan en disimular. No es desidia: es una maquinaria aceitada de reparto, sostenida por el silencio, el miedo y una resignación que ya se volvió cultura. Acá, más que gestión, hay un modus operandi.
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Y así seguimos: con médicos que se van, calles que no se arreglan, salarios que no alcanzan, servicios básicos que se entregan a medias, y funcionarios que no rinden cuentas. Con un poder que habla mucho pero explica poco, y una ciudadanía que, por miedo, por cansancio o por costumbre, ya casi no reclama. Tal vez no se trata solo de una gestión deficiente, sino de algo más profundo: una cultura política que aprendió a sobrevivir vendiendo soluciones mínimas, mientras se dedica a cuidar lo que de verdad le importa: Sus propios privilegios.
Porque aquí no se gobierna, se administran miserias. No resuelven: disfrazan. No explican: editan la realidad para que encaje en una gacetilla. La verdadera eficiencia está en blindar intereses, repartir cargos y maquillar números. Todo, mientras buena parte de la sociedad se volvió especialista en mirar para otro lado, como si la indignación hubiera pasado de moda.
Lo más inquietante no es lo que hacen.
Es todo lo que dejamos que hagan.
Y lo que algunos, incluso, aplauden.



















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